THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST #81 / DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO #81

THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST

Diary Entry #81      My Bed

I love my bed.  At the end of a long day, especially on a cold night, I find nothing more enticing than my bed.  I climb into it, roll myself around like a dog until I find just the right spot (always the same one), settle my body and mind, and begin my litany of memorized prayers, poems, and hymns, all of which I have used for many years to lull me into the state of sleep.  Sometimes I am asleep before I know it.  At other times, I am awake late into the night trying to focus on my litany, but distracted by other thoughts.  I imagine that most people experience the same thing.

Sleep experts inform us that a regular bedtime ritual is indispensable for ensuring a good night’s sleep.  I concur.  Unfortunately, my life does not lend itself well to a regular bedtime ritual.  “Ritual”, I get.  I am a priest.  But “regular” is not a part of my life.  There are things I can control, and things I cannot control.  The proper living out of my vocation to the priesthood is subject to the needs of others, not to my own needs.  So it is for married couples, parents, adult children of elderly parents, and basically anyone else who tries to live a Christian life.  As followers of Christ, we live for others, not for ourselves.

There will always be interruptions to the bedtime routine we struggle so assiduously to maintain.  This is life.  There are, however, certain things that a normal person can control with regard to his bedtime ritual.  One of those is the bed in which he sleeps.

One day, years ago, long before I was a pastor myself and could determine what bed in which I, a 45-year-old man, was to sleep, my pastor asked if I would like a new bed.  “No thank you”, I said.  “I like the bed I have”.  He explained that he and the other priest in our rectory at the time had decided to acquire new beds.  “Go for it”, I said.  “Please leave me out of the equation as I am perfectly content with my bed.  I love my bed.  I have no desire for a new one.”

At the time, I was living in that rectory but working elsewhere.  My bed was a twin bed, very small and very simple.  It took up very little space in my cramped quarters and was very easy to “make”, as all the sheets and blankets were relatively small.  I loved that bed.  The pastor soon queried me again: “Are you sure you don’t want a new bed?”, he asked.  “Fr. Equis and I are getting new ones.”  “No thank you”, I repeated.  “I love my bed and do not want a new one.”

I came home from work the following day to discover that my beloved bed had been removed from my room.  My little twin bed with its tiny frame and small sheets and blankets had been replaced, against my will, by an enormous queen or king-sized monstrosity complete with a gigantic frame which devoured the whole of my tiny quarters.  It was like something from a tale in The Arabian Nights.

Now, one would think that a 45-year-old-man ought to be able to determine for himself in what sort of bed he would sleep.  Obviously, in my case, that was not so.  The question that must be asked is why the pastor was so determined to provide me with a new bed when I explicitly asked not to be provided with one.  I will leave that to my readers to determine.  As for me, now that I am a pastor myself, I am no longer subject to the whims and fancies of another pastor.  For that, I am most grateful, and I look forward to going to bed tonight in the one to which I have become accustomed.  It is not one that I chose for myself, but one which I found here when arrived at the rectory in which I now live.  But by now, it is familiar, and tonight I will climb into it, roll myself around like a dog until I find just the right spot (always the same one), settle my body and mind, and begin my litany of memorized prayers, poems, and hymns, all of which I have used for many years to lull me into the state of sleep.  I am happy to know with certainty that the same bed will be waiting for me when I am ready for to it tomorrow night

 

DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO

Entrada # 81      MI CAMA

¡Amo mi cama!  Al final de un largo día, especialmente en una noche fría, no encuentro nada más atractivo que mi cama. Me acuesto, doy varias vueltas como un canino, hasta que encuentro la posición correcta, (siempre es la misma), acomodo mi cuerpo y mi mente, y comienzo mi letanía de oraciones, poemas e himnos memorizados, todos los cuales he usado durante muchos años para adormecerme. A veces me duermo antes de darme cuenta. En otras ocasiones, estoy despierto hasta altas horas de la noche tratando de concentrarme en mi letanía, pero distraído por otros pensamientos. Me imagino que a la mayoría de las personas les pasa lo mismo.

Los expertos en sueño nos informan que un ritual regular a la hora de acostarse es indispensable para garantizar un sueño apacible toda la noche. Estoy de acuerdo con los expertos. Desafortunadamente, mi vida no se presta bien a un ritual regular a la hora de acostarme. Como sacerdote entiendo lo que es un “Ritual”, pero lo "normal" no forma parte de mi vida. Hay cosas que puedo controlar y cosas que no.  Mi vida se rige por mi vocación al sacerdocio y está sujeta a las necesidades de los demás, no a las mías propias.

Lo mismo ocurre con las parejas casadas, los padres, los hijos adultos de padres ancianos y, básicamente, con cualquier otra persona que intente vivir una vida cristiana. Como seguidores de Cristo, vivimos para los demás, no para nosotros mismos. Siempre habrá interrupciones en la rutina a la hora de dormir y que tanto nos esforzamos por mantener. Así es la vida. Sin embargo, hay ciertas cosas que una persona normal puede controlar en relación con su ritual a la hora de acostarse. Una de ellas es la cama en que duerme.

En una ocasión, hace ya muchos años, y mucho antes de que yo fuera párroco, y pudiera determinar en qué cama debía dormir siendo un adulto de 45 años, mi párroco me preguntó si quería una cama nueva. “No, gracias”, dije. “Me gusta la cama que tengo”. Explicó que él y el otro sacerdote de nuestra rectoría en ese momento habían decidido adquirir camas nuevas. “Adelante”, dije. “Por favor, déjenme fuera de la ecuación porque estoy perfectamente contento con mi cama”. “Me encanta mi cama”. “No tengo ningún deseo de tener una nueva”.

En ese momento yo vivía en esa rectoría pero trabajaba en otro lugar. Mi cama era unipersonal, muy pequeña y muy sencilla. Ocupaba muy poco espacio en mi pequeño dormitorio, y era muy fácil de “hacer”, ya que todas las sábanas y cubrecamas eran relativamente pequeñas. Me encantaba esa cama. El párroco de nuevo volvió a preguntarme: “¿Estás seguro de que no quieres una cama nueva?”  “El Padre Equis y yo vamos a comprar camas nuevas”. “No, gracias”, repetí. "Me encanta mi cama y no quiero una nueva".

Al día siguiente llegué a casa del trabajo y descubrí que habían sacado mi amada cama de mi habitación. Mi pequeña cama unipersonal, con su diminuta armazón y pequeñas sábanas y cubrecamas, había sido reemplazada, contra mi voluntad, por una enorme, creo que tamaño “Queen” o “King”, con un armazón gigantesco que abarcaba casi todo el poco espacio de mi diminuta habitación.  Esto parecía sacado de uno de los cuentos de “Las Mil y Una Noche”.

Ahora bien, uno podría pensar que un hombre de 45 años debería poder determinar por sí mismo en qué tipo de cama desea dormir. Evidentemente, en mi caso no fue así.

La pregunta obligada es ¿Por qué mi párroco estaba tan obstinado en comprarme una cama nueva, cuando yo explícitamente le indiqué que no la quería, que no la necesitaba, que estaba muy contento con la cama que tenía?  En fin, dejare que sean mis lectores los que lleguen a sus propias conclusiones.

En cuanto a mí, ahora que soy párroco, ya no estoy sujeto a los caprichos y fantasías de un superior en mi parroquia. Por eso estoy muy agradecido y espero con ansias acostarme esta noche en la cama a la que me he acostumbrado. Yo no la elegí, fue la que encontré cuando llegué a esta parroquia; pero me he acostumbrado a ella, y esta noche me acostaré, daré mis vueltas como un canino, para encontrar la posición que más me agrade (que siempre es la misma), calmaré mi cuerpo y mi mente y comenzaré mi letanía de oraciones, poemas e himnos que he memorizado y los que repetido durante muchos años para conciliar el sueño.

Me alegra saber con certeza que la misma cama en la que dormí la noche anterior, me estará esperando cuando esté listo mañana por la noche.

 

 

 

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