THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST #76 / DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO #76

THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST

Diary Entry #76   A Pastor’s Dream Shattered, and Not

The nature of our modern American society often necessitates that people relocate to pursue job or educational opportunities, maintain (or sever) family ties, as the result of an unexpected financial crisis, or any number of other reasons. When a pastor learns that “a pearl of great price”, i.e., an individual or family who attends Mass every Sunday, supports the parish financially, and contributes to the overall spiritual well-being of the parish, must leave to pursue other opportunities, it can be almost heartbreaking. We parish priests work very hard to build up our communities in part to keep them alive and healthy, and in part make them attractive to “seekers” who may not yet have found “a spiritual home”. We often spend hours, and weeks, and months trying to catechize and evangelize people who disappear from our lives and parishes forever (even without having relocated). The number of people who come and go is much higher than the number of those who stay. Our Lord Himself experienced the same results. But when one who has chosen to “stay” in a parish finds that he must go, the effect can be disappointing for the pastor. The situation I am about to relate was one of those “heartbreaks” for me.

A young lady who grew up in my parish had gone away to school, graduated, found the love of her life, and brought him home to marry and start a life and family together. I spent much time guiding them through the marriage preparation process, offered their nuptial Mass and witnessed their exchange of vows, and was happy to greet them after Mass each Sunday as they began their new life. Shortly, the newlyweds were expecting their first baby. Every Sunday they stopped after Mass to chat for a moment, and as I watched the wife’s tummy grow larger and larger, I often asked how much longer it would be until the big day. Finally, they delivered a healthy, happy baby. They were ecstatic, and eager to baptize their newborn. We did so not long after the child’s birth, and the budding family continued to come to Mass each week, stopping afterward to show off the rapidly growing addition to their family. They were the sort of parishioners that give joy to every parish priest’s heart; almost, if not just like family.

One Sunday they stopped to inform me that the husband had applied for a job in a distant state. It was an opportunity too good to pass by. A part of me was happy for them, and another part was disappointed. The last thing I needed was to lose parishioners such as these. Some weeks later they let me know that he had been offered the job. They would be moving. I was crushed. Of course, I wanted what was best for them, but I was simultaneously envious of the pastor in their new parish who would gain such a “pearl of great price”, and I was sorry for myself and for my parishioners who would lose the same “pearl”. Perhaps it was simply selfishness on my part. I knew that wherever they might go, this young family would contribute in many ways to life of their parish; but I would have been happier to have kept them in mine. At the same time, I recognized that very possibly, their new parish needed their presence more than mine did.

In the end, I am constantly reminded in many different ways that my job as a parish priest is not so much to build up and maintain a parish, as it is to plant seeds where I can, and cultivate them as I can. The rest is in God’s hands. The only purpose for the existence of parishes is to get people to heaven. Whether it is through my parish, or some other pastor’s parish that that goal is achieved is irrelevant. We are all in this together.

 

 

 

DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO

Entrada # 76   El Devastador Sueño de un Párroco. ¿O talvez no?

La naturaleza de nuestra moderna sociedad estadounidense a menudo requiere que las personas se trasladen para buscar mejores oportunidades laborales o educativas, ya sea para mantener (o romper) lazos familiares, como resultado de una crisis financiera inesperada o por cualquier otra razón. Cuando un párroco se entera de que “una perla de gran valor”, es decir, un individuo o una familia que asiste a Misa todos los domingos, que apoya financieramente a la parroquia y que contribuye al bienestar espiritual general de la parroquia, debe irse para buscar nuevas y mejores oportunidades, esta noticia puede ser desgarradora.

Nosotros, los párrocos, trabajamos muy duro para fortalecer a nuestras comunidades, en parte para mantenerlas vivas y saludables, y en parte para hacerlas atractivas para los "buscadores" que quizás aún no hayan encontrado "un hogar espiritual". A menudo pasamos horas, semanas y meses tratando de catequizar y evangelizar a personas que desaparecen de nuestras vidas y de nuestras parroquias para siempre (incluso sin haberse mudado). El número de personas que van y vienen es mucho mayor que el de los que se quedan. Nuestro Señor mismo vivió en carne propia estas experiencias. Nos acostumbramos con tristeza a las personas que van y vienen, pero cuando descubrimos que alguien que ha elegido “quedarse” en nuestras parroquias, debe trasladarse por alguna de las razones arriba mencionadas, el efecto puede ser devastador para el párroco. Para mí, la situación que estoy a punto de relatar fue una de esas terriblemente lamentables situaciones.

Esta es la historia de una joven feligrés que creció, asistió a la escuela, y se graduó en la parroquia; que encontró al amor de su vida e hizo que él viniera también a la parroquia en donde contrajeron matrimonio.  Pasé un largo tiempo guiándolos a través del proceso de preparación matrimonial, ofrecí su Misa nupcial y fui testigo de su intercambio de votos; y tiempo después me encantaba verlos y saludarlos cada domingo cuando comenzaban su nueva vida.  Recuerdo que poco después los recién casados esperaban su primer bebe y juntos observábamos el cambio en la esposa, cuando su vientre crecía y a menudo yo preguntaba cuanto tiempo faltaba para el gran acontecimiento de ver el milagro del nacimiento de su hijo.

Finalmente, dieron a luz a un bebé sano y feliz. Estaban extasiados y ansiosos por bautizar a su recién nacido. Lo hicimos poco después del nacimiento del niño, y la familia de tres continuó asistiendo a Misa cada semana, y cada vez intercambiábamos algunas palabras y me informaban y mostraban como iba creciendo el fruto de su amor. Eran el tipo de feligreses que alegran el corazón de todo párroco; y con los cuales nos sentimos tan identificados que los consideramos como parte de nuestra propia familia.

Un domingo se detuvieron para informarme que el esposo había solicitado trabajo en un estado lejano. Era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Una parte de mí estaba feliz por ellos, pero por otra parte estaba devastado. Lo último que necesitaba era perder feligreses como estos. Unas semanas después me avisaron que le habían aceptado en este nuevo trabajo. Se mudarían a su nuevo destino pronto. ¡Yo estaba destrozado! Por supuesto, quería lo mejor para ellos, pero al mismo tiempo sentía envidia del párroco de su nueva parroquia que contaría entre sus feligreses con estas “perlas de gran valor”, y me compadecía de mí y de mis feligreses que perderían la misma. "perla". Quizás fue simplemente egoísmo de mi parte. Sabía que dondequiera que fueran, esta joven familia contribuiría de muchas maneras a la vida de su parroquia; pero hubiera sido más feliz si los hubiera conservado en el mío. Al mismo tiempo, reconocí que muy posiblemente su nueva parroquia necesitaba su presencia más que la mía.

Al final del día, recuerdo de muchas maneras, que mi trabajo como párroco no es tanto construir y mantener una parroquia sino plantar semillas donde pueda y cultivarlas como pueda. El resto está en manos de Dios. El único propósito de la existencia de las parroquias es llevar a la gente al cielo. Ya sea que este objetivo se logre a través de mi parroquia o de la parroquia de algún otro párroco. Todos estamos juntos en este proyecto de Dios

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