THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST #71 / DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO #71

THE DIARY OF AN INNER-CITY PRIEST

Diary Entry #71       Pretty Little Liars

When I began my five-year stint as a teacher and chaplain at an inner-city Catholic high school, I began with more than three strikes against me: I was white and of European extraction, male, Catholic, a priest, and well-educated.  My students and I had virtually nothing in common.  They were suspicious of me.  They were not white and of European extraction, they did not generally have a male father figure present in their homes, for the most part they were not Catholic, they had been taught that the priesthood was somehow contrary to the Bible, and their families usually had not enjoyed the benefit of a good education.  I represented a culture that was completely foreign to them.  My first task, apart from educating them and forming them in the Faith, was to overcome their prejudice toward me.  They saw it the other way around.  This task would prove to be daunting, but not insuperable.  Eventually, I would succeed.

My first year of teaching was nothing more than a battle of wills: mine against the students’, or the students’ wills against mine.  At some point in the midst of my first year a showdown took place.  It was like the OK Corral.  My class and I had come to the point at which seemingly irreconcilable differences had to be reconciled.  We could not continue as we had.  Something had to give.  The vice principal intervened.  She, I, and the class had a “Come to Jesus” meeting in my classroom.

An agreement was reached according to which the next student who broke the rules of the classroom would be suspended from school for three days.  Not three minutes after the vice principal had left the classroom thinking that she had controlled the situation, a girl I’ll call Naomi, unable to restrain her gregarious nature, wheeled around in her chair to chat with her neighbor while I was trying to elucidate some point or another.  I sent her down the hall to see the vice principal.  She was suspended for three days.  The good news was that my class calmed down considerably after that.  The bad news was that the gossip around the school for years to come was that Naomi had been suspended for three days because she had turned around in her chair.  “How unjust! Who do they think they are?  She got kicked out for turning around in her chair?”  “Free Naomi!”, railed the grapevine.  Naomi and I would later become fast friends.  We would joke about how I had got her kicked out of school.  But it would take time, and the intervening months were painfully awkward.

All of the preceding is to set the stage for what I consider to be one of my greatest accomplishments during my years at this inner-city school at which I initially found myself to be a pariah, an outcast constantly on the defensive Isabel was a model student.  She never caused trouble in class, always made a perfect score on her tests, and had a ready answer to any question asked of her; in short, a teacher’s dream.  One day, those of us who were in the classroom early, before the bell sounded, were chatting about this and that.  Isabel asked whether I ever watched the television show “Pretty Little Liars”.  I explained that, since I did not have television, I had never seen it. She invited me to come to her house and watch an episode together with her family and friends.  I agreed.  A date was set, permission was granted by her mother, and invitations were extended to her friends.   I promised to bring the pizza.

When the big night arrived, I went to the house and was greeted by six or seven teenaged girls, most of whom were my students. (Naomi was not there.  She ran with a different crowd).  Mom and grandma were there too, though they did not stay in the living room for the show.  The girls tried to explain the premise of the show to me before it began, but it seemed to me that there were so many characters involved that I felt as though I were trying to understand Tolstoy’s War and Peace without ever having read it.  (I did not understand it after I read it). I pretended to follow.

As we watched the show and ate our pizza, the girls carried on a running commentary.  We had a fun evening together.  I expressed my gratitude and headed home.  I did not understand the show, but that was inconsequential.

The next day, the school was abuzz with the news that Father had visited Isabel’s house and watched “Pretty Little Liars” with a bunch of students.  The principal was so impressed with my accomplishment that she had an article and photograph published in the diocesan monthly newspaper.  Evidently, such things did not happen at my school.

From my perspective, I had broken the proverbial “glass ceiling”. The students no longer considered me a representative of a foreign empire, but an accessible mentor, and even a friend in whom they could confide.  Everything changed for the better after that night with my students and the “Pretty Little Liars”.  I never again had trouble of the sort I had experienced during that first year in my classroom.  I miss those kids.  I guess they are grownups by now.  I hope they are well.

 

 

 

DIARIO DE UN SACERDOTE URBANO

Entrada # 71     Las Pequeñas Mentirosas

Cuando comencé mi período de cinco años como maestro y capellán en una escuela secundaria católica ubicada en el casco urbano de la ciudad, tuve varios tropiezos.

En primer lugar, yo era de tez blanca (caucáseo) y de extracción europea, era masculino,  católico, sacerdote y con una buena educación. Mis alumnos y yo prácticamente no teníamos nada en común. Sospechaban de mí. No eran blancos ni de origen europeo, generalmente no tenían una figura paterna masculina presente en sus hogares, la mayoría no eran católicos, les habían enseñado que el sacerdocio era de alguna manera contrario a la Biblia, y sus familias generalmente no había disfrutado del beneficio de una buena educación.

Yo representaba una cultura que les era completamente ajena. Mi primera tarea, además de educarlos y formarlos en la Fe, fue superar sus prejuicios hacia mí. Ellos lo vieron de otra manera. Esta tarea resultaría intimidante, pero no insuperable. Al final lo conseguiría.

Mi primer año de docencia no fue más que una batalla de voluntades: la mía contra la de los alumnos, o la voluntad de los alumnos contra la mía. En algún momento a mediados de mi primer año tuvo lugar un enfrentamiento entre ambos bandos. Era como el OK Corral. (Una cantina o (antro) en Tombstone, Arizona, Estados Unidos, que fue el lugar de un breve pero sangriento y legendario tiroteo en octubre de 1881).

Tanto mis alumnos como yo habíamos llegado a un punto en el que algo tendría que hacerse.  Era necesario conciliar nuestras diferencias, que se encontraban en un punto aparentemente irreconciliable. Ambos bandos teníamos que ceder en algo, no podíamos continuar así. Solicitamos la intervención de la subdirectora del colegio y concertamos una reunión que denominamos “Ven a Jesús” y en la que todos los involucrados formaríamos parte.  Dicha reunión se llevó a cabo en mi aula de clases.

Finalmente llegamos a un acuerdo según el cual el próximo estudiante que infringiera las reglas del aula sería suspendido de la escuela durante tres días. Sorprendentemente en menos de tres minutos después de que la subdirectora abandonara el aula pensando que había controlado la situación, una chica a la que llamaré Naomi, incapaz de contener su carácter bastante indomable, giró en su silla para charlar con su vecina mientras yo intentaba conducir la clase.  La envié a la subdirectora y fue suspendida por tres días. La buena noticia fue que mi clase se calmó considerablemente después de eso. La mala noticia fue que durante mucho tiempo se rumoraba en la escuela que Naomi había sido suspendida durante tres días “solo porque se había dado vuelta en su silla. “¡Qué injusticia! ¿Quiénes se creen que son estas gentes? ¿Por darse vuela en una silla, un castigo tan exagerado?  ¡Que barbaridad! Y todos al unísono exclamaban: “¡Liberen a Naomi!”.

Cabe destacar que con el tiempo, Naomi y yo nos hicimos amigos. Nos reíamos de este episodio, de cómo la expulsaron por tres días, pero la verdad, que para llegar a este punto, pasaron varios largos y dolorosos meses en los que la pasamos bastante mal.

Todo lo anterior lo narro con el fin de preparar el escenario para lo que considero uno de mis mayores triunfos durante mis años de maestro en esta escuela secundaria urbana, en la que  inicialmente me encontré como un paria, un intruso destinado a ocasionar problemas y en donde  constantemente estaba a la defensiva para defenderme de los constantes ataques.

Isabel era una estudiante modelo. Nunca causó problemas en clase, siempre obtuvo excelentes calificaciones en sus exámenes y tenía una respuesta lista para cualquier pregunta que le hicieran; en resumen, el sueño de un maestro.

Un día, estando en el aula de clases, los que acostumbrábamos llegar temprano, antes de que sonara la campana, charlábamos amigablemente e Isabel me preguntó  si alguna vez había visto el programa de televisión “Pretty Little Liars”  (“Las Pequeñas Mentirosas”).  Le expliqué que, como no tenía televisión, nunca lo había visto. Me invitó a ir a su casa y ver un episodio junto con su familia y amigos. Estuve de acuerdo. Se fijó una fecha, su madre le concedió el permiso y se extendieron invitaciones a sus amigos. Yo prometí llevar pizza.

Cuando llegó la gran noche, llegué a la casa de Isabel y fui recibido por seis o siete chicas adolescentes, la mayoría de las cuales eran mis alumnas. (Naomí no estaba allí. Ella se juntaba con otro grupo diferente).  La madre y la abuela me saludaron cortésmente, pero no se quedaron a ver el programa.  Antes de que éste empezara, las chicas intentaron explicarme de lo que trataba la serie, pero me pareció que había tantos personajes involucrados que me sentí abrumado y como si estuviera tratando de entender La Guerra y Paz de Tolstoi sin haberlo leído nunca. (Que dicho sea de paso, nunca lo entendí, aun después de leerlo). Pero esa noche, pretendí que entendía las explicaciones sobre las “Pequeñas Mentirosas”.

Mientras mirábamos el programa y comíamos nuestra pizza, las chicas hacían comentarios continuos. Juntos pasamos una tarde muy divertida. Expresé mi gratitud y me dirigí a casa. No entendí el programa, pero eso no tenía importancia.

Al día siguiente, en el colegio había una gran conmoción:  ¡El padre Ringley                                                            había visitado la casa de Isabel y había visto “Las Pequeñas Mentirosas” con un grupo de estudiantes! La directora quedó tan impresionada con mi éxito que hizo publicar un artículo y una fotografía en el periódico mensual diocesano. Por lo visto, en el pasado nunca se habían dado sucesos como este.

Desde mi punto de vista, había roto el proverbial “techo de cristal”. Los estudiantes ya no me consideraban un representante de un imperio extranjero, sino un mentor accesible e incluso un amigo en quien podían confiar. Todo cambió para mejor después de esa noche con mis alumnos y las “Pequeñas Mentirosas”. Nunca más tuve problemas como los que había experimentado durante en el pasado.

Extraño esos muchachos, me imagino que ahora serán adultos.  Espero que todo les vaya bien.

 

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