The Diary of an Inner-City Priest #5 – El Diario de un Sacerdote Urbano #5

Diary Entry #5:  The Poor Clare

My first assignment as a priest is the one to which I return in my mind when the going gets tough.  I think this is true for most priests.  In our first assignments we do not have the burdens which pastors have.  We are free to be priests for the sake of being priests.  We do not need to worry about Sunday offertory collections, and hiring and firing people, and leaking roofs, and school enrollments, and broken doors, and toilets, and windows, and a million other things.  One’s first assignment as a priest usually is, and should be, a time to learn what it really means to be a priest; to focus one’s attention on the salvation of the souls of those to whom one has been assigned.  So it was for me.

During my first assignment I was able to spend a good part of every day at the parish school.  I was there in the morning after Mass to greet each student as he arrived.  I knew all their names and all their parent’s names.  We opened and closed the school day with prayer over the intercom system.  I ate lunch with the kids every day.  I spent an hour or two each day in a classroom talking about the Faith, or teaching Gregorian chant, or introducing them to classical music by playing the piano for them.  Those were wonderful years.

Eventually, 8th grade graduation came along each year and the kids that I had come to know and love moved on, and for the most part, out of my life. Although I am not a parent, I can attest to the fact that every parent knows this feeling.  The children to whom they have devoted the best years of their lives graduate from high school, move out of the house, move on to college, or marriage, or life in general.  It’s never the same again.

 

One day, out of the blue, I received a letter from one of these children to whom I had given the best years of my life.  When I saw her name, I remembered her as a stunning young woman.  I recall that when she ascended the stage to receive her diploma at the 8th Grade graduation ceremony, the entire auditorium fell silent, simply because she was such an extraordinarily beautiful young girl.  She moved on, time moved on.  I heard from time to time from friends and relatives that she was living in another part of the country considering entering the religious life.

I saved that letter.  I read it once in a while because it helps keeps me going, and from it I quote: “Dear Father Ringley, Greetings!  Remember me?  I’m writing to you from this little slice of heaven (a cloistered Poor Clare Monastery) where I’ll officially be entering this week.  You’ve been on my mind and in my heart, and definitely in my prayers and so I wanted to reach out to you and share the good news.  You greatly impacted my life, teaching us Latin and Gregorian Chant, having a deep love for Christ and the Sacred Liturgy, and also being a great spiritual father coming to my basketball and soccer games.  These things really stayed with me.  I really have to thank you for first introducing me to these gems of our Faith.  From the depths of my heart, thank you.  May God reward you for your fidelity and for your love and priestly witness to the Church.  Be assured of my continued prayers and please keep me in yours.

I pray for her every day, and I pray that she prays for me every day in her little slice of heaven.  What father could possibly ask for anything more than this?

 

Entrada de diario #5: La Clarisa 

Recuerdo con nostalgia mi primera asignación como sacerdote, sobre todo cuando las cosas se ponen difíciles. Creo que la mayoría de los sacerdotes comparten mi opinión. En nuestras primeras asignaciones no tenemos las responsabilidades de los párrocos. No tenemos que preocuparnos por las colectas dominicales, la contratación y el despido de personas, los techos con goteras, las inscripciones en las escuelas, puertas, ventanas, y baños averiados, y un millón de otras cosas con las que tiene que lidiar un párroco. Nuestra primera misión como sacerdote suele ser, y debería ser, un tiempo para aprender lo que realmente significa ser sacerdote; centrar nuestra atención hacia la salvación de las almas de las personas que nos han sido encomendadas. Y esa fue mi experiencia.

Durante mi primera asignación tuve la oportunidad de pasar buena parte de cada día en la escuela parroquial. Estaba allí desde la mañana después de la Misa cuando saludaba a cada estudiante que llegaba a la escuela para iniciar el día. Sabía todos sus nombres de los alumnos y también el de sus padres. Empezábamos y terminábamos el día con una oración que era transmitida por el sistema intercomunicador. Almorzaba con los alumnos todos los días. Diariamente dedicaba una o dos horas a cada aula de clases instruyendo a los alumnos sobre la Fe, enseñando canto gregoriano, o introduciéndolos a la música clásica tocando el piano. Fueron años maravillosos.

Eventualmente, llegaba la graduación para los alumnos de octavo grado, y estos muchachos y muchachas que yo había llegado a conocer y a querer seguían su camino y desaparecían de mi vida. Aunque no soy padre de familia, puedo entender lo que sienten los padres de estos niños cuando llega este momento, cuando sus hijos se gradúan de la secundaria, se mudan de su casa, pasan a la universidad, se casan y hacen su vida. La vida nunca vuelve a ser igual.

Un día inesperado, recibí una carta de una de estas alumnas, una de tantas a las cuales les había dado los mejores años de mi vida. Cuando vi su nombre, la recordé como una joven muy bella. Recuerdo que cuando subió al escenario para recibir su diploma en la ceremonia de graduación de octavo grado, hubo un silencio total en el auditorio, simplemente porque todos querían admirar a esta extraordinariamente hermosa jovencita.

Como todos los estudiantes después de su graduación, ella siguió adelante con su vida, pero de vez en cuando escuchaba de amigos y parientes que me informaban que estaba viviendo en otra parte del país y que esta discerniendo su ingreso a la vida religiosa.

Guardé esa carta, y la leo de vez en cuando porque me ayuda a seguir adelante con mi misión de sacerdote. Aquí cito parte de lo que dice:

“Estimado padre Ringley: ¡Saludos! ¿Se acuerda de mí? Les escribo desde este ‘pedacito de cielo’ (un Monasterio de las Clarisas en clausura) donde ingresaré oficialmente esta semana. He pensado mucho en usted últimamente. Definitivamente que usted está en mi corazón y en mis oraciones, y es esa la razón por la que le escribo para compartir con usted esta gran noticia. Usted fue una gran influencia en mi vida, con sus enseñanzas del Latín, los cantos gregorianos, su profundo amor por Cristo y las Sagradas Liturgias. Todo esto nunca lo olvidé, y deseo

agradecerle por introducirme a estos tesoros de nuestra Fe. Además de todo eso, usted fue para mi un padre espiritual asistiendo a mis partidos de baloncesto de futbol.

Desde lo mas profundo de mi corazón, muchas gracias. Que Dios le recompense por su fidelidad, su amor y testimonio sacerdotal. Tenga la seguridad de mis continuas oraciones, y por favor espero contar con las suyas también.

Rezo por ella todos los días, y también rezo para que ella rece por mí en su “pedacito de cielo”. ¿Qué más podría pedir un Padre?

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